Luis Arroyo Zapatero and Antonio Muñoz Aunión
Honorary Rector of the University of Castilla La Mancha and president of the Societé Internationale de Défense Sociale / Prof. Derecho Internacional de Universidad de Jaen y director de la International Death Penalty Network
La primera sorpresa que nos dio el Papa Francisco fue que no sólo se dirigiera a los católicos o sólo a los cristianos, sino a todas las personas de buena voluntad. Y la primera sorpresa para los juristas fue que en su primer jueves santo en 2013 en vez de ir a lavar los pies impolutos de doce cardenales en el Vaticano se fue a la cárcel juvenil de Regina Coeli y lavó los pies de precisamente doce jóvenes, dos de ellos mujeres y, para colmo, una de ellas musulmana. Estaba así todo dicho. Lo ha vuelto haces este último Jueves Santo. Por si acaso, a los pocos días publicó una “Exhortación apostólica”, con una severa crítica a lo que se ha llamado neoliberalismo y que había llevado a la crisis de 2008, condenando a la miseria a millones de personas y denunciaba ese tratarlos como “descartados”. Al poco publicó la primera encíclica, Laudato sí, con la que acabó con el tratamiento frívolo o negacionista del cambio climático.
Al informarme de la vida entera del nuevo Papa advertí que la precipitada visita a la isla de Lesbos tenía mucho que ver con la condición de emigrantes italianos de sus padres y con la tragedia que suele acompañar a las migraciones, como les ocurrió a quienes se embarcaron en la nave para la que tenían pagados los billetes que les iba a trasladar a las Américas y que naufragó y no pocos murieron, y en la que no llegaron a embarcar por no haber podido vender todavía todas sus pertenencias.
El Papa Francisco ya se había manifestado contra la pena de muerte sin excepciones ante los penalistas de todo el mundo y sus organizaciones científicas internacionales en Roma en 2014. En el mismo trámite formuló la plena descalificación de la prisión perpetua como una pena de muerte encubierta. Pero aunque el catecismo redactado en la edición de 1992 por Juan Pablo II había descalificado ampliamente a la pena de muerte, la mantenía como excepción en el apartado 2267 para “los casos en los que ésta fuere el único camino para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas”, una cláusula que permitía su empleo abusivo en muchos países, como ocurre a los sistemas que se pretenden excepcionales. En esa excepción se apoyaban los católicos extremistas para defenderla o excusarla.
El 20 de marzo de 2015 tuvo lugar una audiencia privada del Papa con Federico Mayor Zaragoza, presidente de la Comisión internacional contra la pena de muerte, que se había creado en el 2010 a instancia del presidente José Luis Rodríguez Zapatero. Le acompañábamos Asunta Vivó, secretaria general de la Comisión, Roberto Carles, secretario general de la Asociación latinoamericana de penalistas y criminólogos y quien suscribe. Impresiona severamente estar a solas con el Papa alrededor de la mesa de ese despacho que hemos visto tantas veces cuando recibe a los jefes de Estado. Ver al Papa vestido de tal y hablando en español producía una sensación casi física. Ni él, ni Federico Mayor pararon de hablar de todo, menos de la pena de muerte, porque Francisco al sentarse desplazó sobre la mesa hacia Mayor un texto y le dijo “sobre este asunto ya me ocupo”. Así que Mayor pasó a alertar sobre los hombres de paz que habían sido asesinados desde Kennedy hasta Isaac Rabin. De éste dijo Francisco en argentino que era “un grande”. Contó el Papa lo que pretendía decir en el Congreso americano y en la ONU en el entonces su inmediato viaje, lo que aprovechó Mayor para prevenirle sobre los republicanos, aunque como lector de su primera exhortación apostólica sabía que estaba bien ilustrado. Nosotros no lo supimos hasta más tarde, pero el Papa acababa de ser informado de que a la mañana siguiente en una misa al aire libre en Nápoles se había detectado un posible atentado de la Mafia, que no perdona al Papa que los haya excomulgado. Les pasa lo mismo que a no pocos conservadores católicos, que no les gusta que el Papa les diga lo que está mal.
Pocos meses más tarde fuimos al Vaticano a presentar al Papa el libro que las sociedades científicas habíamos editado acompañando su texto “Por una justicia realmente humana “. Cuando tras entregarle José Luis de la Cuesta el libro me fui yo a presentar, no me dio ocasión a terminar. “Usted es el de la pena de muerte” me espetó, y de seguido ordenó “y dígale a Mayor y a nuestra amiga de Sevilla -Asunción Milá de Salinas, fundadora de la Asociación española contra la pena de muerte en 1977- que he puesto al cardenal Schönborn de Viena a estudiar el asunto y le he dicho que se dé prisa”. Así fue, afortunadamente, y el 1 de agosto de 2018 lo anunció el Cardenal jesuita español Luis Ladaria, presidente de lo que fue primero Inquisición, luego Santo Oficio y que desde 1965 se llama Congregación para la Doctrina de la Fe. No es solo un cambio de nombre, es la renuncia al fuego purificador.
La carta, expresamente aprobada por el Papa, manifiesta que, si en el pasado la pena de muerte pudo parecer un instrumento aceptable para la tutela del bien común, hoy es cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves. Dice también que se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales, que deben estar orientadas ante todo a la rehabilitación y reinserción social de los criminales y, en fin, que se han implementado sistemas de detención eficaces que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos, todo lo cual ha dado lugar a una nueva conciencia que reconoce la inadmisibilidad de la pena de muerte. La carta asume argumentos anteriores del propio Pontífice, especialmente el de que la pena de muerte implica un trato cruel, inhumano y degradante, que se aplica con amplia discriminación social y racial y que resulta irreparable ante los errores judiciales. Para fundamentar todo se remite a la carta entregada al presidente de la Comisión Internacional Federico Mayor Zaragoza. En efecto, el Papa, como nos dijo en la mentada reunión, se había hecho cargo del asunto y cumplido con lo que estaba en la esfera de su competencia, a la vez que mantenía su compromiso con el movimiento abolicionista internacional. El Papa ha reafirmado el sentido de la reforma del catecismo en su alocución a los miembros de la Comisión internacional contra la pena de muerte con motivo de su visita el 17 de diciembre de 2018. Reconoce allí el Papa que, en el tiempo anterior, el de las primeras reformas del artículo pertinente del catecismo, “no se había alcanzado el grado actual del desarrollo de los derechos humanos y el recurso a la pena de muerte se presentaba como una consecuencia lógica y justa. Incluso en el Estado Pontificio se había recurrido a esta forma inhumana de castigo, ignorando la primacía de la misericordia sobre la justicia”. Con el catecismo renovado la doctrina oficial es que “la pena de muerte es siempre inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona “.
Para los tiempos de la Iglesia el proceso ha sido muy rápido. Fundamentar la abolición en la idea de la dignidad de los seres humanos fue una gran contribución al 70 aniversario de la Declaración universal de los derechos humanos. Francisco ha sido muy coherente con su programa de reformas y de renovadas ideas desde su primerísima exhortación apostólica de 2013 y su crítica visión del orden económico internacional, con su Encíclica sobre el cuidado del medio ambiente, Laudato Si, con su campaña contra el hambre o sus acciones diplomáticas clave en lugares de guerra como Ucrania, Irán, Siria y en los últimos años de nuevo sobre Ucrania y sobre Gaza, o en visitas arriesgadas como a la República centroafricana o a Chile, aunque aquí por muy diversas razones.
El Papa era sobre todo una persona normal, que había conocido los estudios ordinarios, las amistades y el trato de chicos y chicas y de adulto había vivido la tragedia Argentina en la que a la violencia que incorporaba a sectores de la Teología de la Liberación le respondieron unos militares genocidas que, eso sí, eran de misa diaria y tras recibir la comunión de manos del nuncio y del primado ordenaban fríamente arrojar a los presos desde aviones militares en alta mar, tras incontables torturas. Hizo lo que pudo siendo por entonces superior de los Jesuitas y “lo que pudo” siempre es mucho en una dictadura y tiene gran mérito. Entre una teología violenta y una teología genocida a él le encomendaron llevar a cabo la “teología del bien común” y a ello se ha dedicado también todos estos años de papado. Hasta el último día. Merece la pena leer el texto de su bendición City and the World del domingo en la página del Vaticano y completarla con la que fue su primer domingo de resurrección en el año 2013. Se ve a las claras que era un benéfico reformista, un amigo de los seres humanos de buena voluntad, un incondicional de los necesitados y de los discriminados. En este tiempo tempestuoso hemos perdido una buena brújula para perseguir el bien común.
Pero también el último día nos ha incitado a creer en la esperanza, un principio que es también el título de su último libro, La esperanza no defrauda nunca, y que me lleva a recordar su primer año Santo, el de la Misericordia, que es la palabra clásica para lo que hoy llamamos Solidaridad.
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